Té de menta: El rudo leñador

Nací en un pueblo de una de las preciosas sierras granadinas aunque nunca he sido, digamos, la más mañosa del mundo en el campo, tampoco me desenvuelvo libre y lozana por una gran ciudad. Así que soy más bien un híbrido extraño que sobrevive como puede y que termina como ya has podido leer con La tía Margie y, lo que te espera en Té de menta, rodeada de anécdotas para recordar.

Hace unos años conocí al mejor compañero de vida. Un chico de ciudad inteligente a rabiar y con una sonrisa que provoca el derrumbe de todos mis miedos. Ese chico con aura misteriosa como me gusta decir a mí.

Hemos vivido en grandes ciudades hasta que le dimos una oportunidad a volver al pueblo, bueno, la que volvió después de más de diez años al pueblo fui yo porque para mi Lancelot era la primera vez que pisaba terreno rural.

Sí, he decidido renombrarlo, aunque no soy muy de damas en apuros y caballeros de reluciente armadura, por darle un toque romántico, ese género que me ha costado tanto aceptar y que ahora vuela libre como el viento, Perdigón, en las novelas que escribo.

Mejor te lo cuento en otra historia.

Té de menta, más anécdotas para recordar

El caso es que en Té de menta se van a condensar esas anécdotas para recordar relacionadas con nuestra vida rural. Esa que a veces nos zarandea y nos da dos opciones: reírnos hasta que nos duela la barriga o enfurruñarnos y añadir un arruga al entrecejo.

Obvio, siempre la primera opción. No queremos echarle una ayudita extra al tiempo y sus malabares de envejecimiento.

He pensado que una buena opción para servir este primer Té de menta, es comenzar por nuestra andanza más reciente, El rudo leñador.

¿Te haces una idea de lo que va a pasar?

El rudo leñador

Seguíamos instalados en un veroño perezoso que no terminaba de largarse cuando, de repente, el crudo invierno cubrió nuestras hermanas sierras de vientos huracanados con los que casi nuestras prendas más íntimas terminan en los porches de los cortijos vecinos.

El frío gélido de las montañas nevadas se coló en los cimientos de casa. No había radiador humano que consiguiera levantar la temperatura. No quedaba otra opción, había que encender la estufa de leña.

Los tres o cuatro primeros cargamentos de leña nos lo proporcionaron ya cortaditos y bien bonicos. Listos para coger y quemar. Ese chisporroteo no solo nos alegró el cuerpo sino el termostato invernal de la casa. Ay, amiga, pero todo, bueno o malo, se acaba.

Una mañana en la que sufríamos por perder alguno de nuestros miembros amputados por congelación, vimos claro que no podíamos seguir dilatando la búsqueda de leña.

Nuestro vecino y padre de mi persona, había colocado un nuevo cargamento de troncos en su finca. Primer problema, los troncos eran tan grandes que nuestra escuálida pero divina estufa de leña no tenía la boca lo suficientemente grande como para tragárselos.

Segundo problema, le tocaba cortar la leña a nuestras manos blanquecinas y delicadas porque el querido vecino no estaba y tampoco era plan de seguir aguantando el frío del reino de la Frozen.

Mi Lancelot se ofreció voluntario para aquella ardua tarea. Optó por un modelito de bata guateada, sus gafas de niño listo, pantalón de pijama de franela y calcetines térmicos hasta la rodilla en vez de la camisa de cuadros de leñador nativo.

Guapo no iba, las cosas por su nombre, pero calentito sí que estaba. Y cómo diría el refrán, ande yo caliente que se hiele la gente, ¿o era que se ría la gente? Ay, yo qué sé, el maldito refranero español no es lo mío.

Yo me encarné en San Pedro sin barbas. Abrí puertas y cancelas hasta llegar a la leña preciada, mientras mi Lancelot empujaba un carrillo mostaza y verde con algún abollón en la panza. No te anticipes que de esos abollones no teníamos la culpa. Palabrita.

Colocó el carrillo en un lateral de la pila de troncos, escogió a sus presas y las dispuso alineadas. Tomó entonces el hacha más pesada del arsenal bélico de nuestro vecino y con golpes secos fue consiguiendo que esos troncos insalvables quedasen en meras astillas.

Eso sí, muchos de ellos se oponían a la fuerza de la hoja y terminaron empapando la bata guateada de mi Lancelot tras el esfuerzo de golpear varias veces sin dar en el mismo boquete. Yo le daba ánimos, no tenía el hombro izquierdo ni para cazar moscas, como si estuviera en una competición nórdica de leñadores.

Y el rudo leñador llegó al punto fatídico

Con tanto griterío, soy capaz de armar tanto barullo como treinta animadoras americanas juntas pero sin piruetas ni pompones, mi Lancelot se vino arriba con idea de asestar el hachazo final.

Y digo si lo dio.

La hoja afilada solo rozó un lateral del tronco consiguiendo arrancarle apenas la corteza. El gran golpe lo recibió a pecho abierto la tubería de la huerta de nuestro vecino tan solo enterrada por un centímetro de tierra blanda.

Un caño de agua helada impactó de pleno con la cara de mi Lancelot y por consiguiente, con sus gafas de niño listo. Una buena dama hubiera corrido despavorida a por su querido caballero. Pero como ya te he dicho al principio, en nada me parezco a esas señoras entregadas.

Así que en vez de ayudar me dio un ataque de risa. Suerte que no tenía el móvil a mano porque no prometo no haber sucumbido a la tentación de grabar tal alegra fechoría. Hacer el bien está muy bien pero el gustazo de algunas travesuras también tiene su aquel.

Mi Lancelot intentaba parar la fuga indomable que estaba convirtiendo el terreno de jugar al rudo leñador en un barrizal de lucha libre en bikini. Lástima, todavía no se han inventado las manos que reparen tuberías solo con presionar la apertura.

El barro crecía, la bata guateada de mi Lancelot no contaba con ningún retazo más que mojar y a mí el dolor de barriga de tanto reír me iba a tumbar. Entre tanto alboroto, los perros de nuestro vecino nos observaban preguntándose por qué llamaban raza inteligente a aquellos dos almas sin norte.

Cuando por fin pude sacar a la dama entregada del fondo de mi ser, corrí rauda y veloz a por una toalla y a cortar de una dichosa vez la llave de paso de la tubería. Pero claro, el karma o alguna energía cósmica debió pasearse aquella mañana gélida de enero por el huerto de mi vecino, vio el percal y pensó que ahí tenía que meter mano.

Mis risas tornaron en aullidos, y no precisamente de gusto, cuando me acerqué a mi Lancelot y esa energía obró su espectáculo estrella. Mis zapatillas de estar en casa resbalaron con el barrizal aterrizando sin pista y a lo loco sobre mi ya empapado Lancelot.

¿Y qué hicimos? Pues como te decía antes, siempre la primera opción, reírnos hasta que nos doliese la barriga.

¿Tú también tienes tu propio Té de menta?

Te mando un abrazo inmenso lleno de amor y luz.

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