Le gustaban las rosas blancas. Las había visto crecer desde que era una niña en el jardín de su abuela Rosario. Cuando las primeras rosas brotaban y se desperezaban del capullo, Rosario las acariciaba antes de cortar con cuidado una de ellas. Siempre se la daba a Blanca, su nieta, y le contaba la historia de que su nombre también había nacido en aquel pedazo de paraíso.
A pesar de sus 25 años, Blanca seguía admirando la suavidad de cada rosa. Le devolvían las caricias que su abuela había ido encerrando durante años en aquella casa de campo perdida en las montañas del sur. Ahora ella se encontraba demasiado lejos con un océano de por medio pero el impacto de esa perfumada imagen le hacía flotar.
Una mañana antes de ir al gélido bufete para el que trabajaba, recibió un paquete. Era un pequeño esqueje acompañado por una nota con una caligrafía adornada.
“Siempre será tuyo”.
Blanca no entendía nada. No había remitente ni ningún otro objeto que aclarara su procedencia. Lo único que le quedaba claro es que necesitaba plantar aquel trozo de vida.
Cuidó del esqueje hasta que se convirtió en rosal y con el primer brote blanco entendió que su abuela aunque se había marchado hacía años, de alguna manera le había hecho llegar parte de su magia. Porque los abuelos tienen ese poder, el de acunarnos incluso cuando su presencia física se marcha.
Dedicado a todas las abuelas y abuelos del mundo
En especial a los míos que consiguieron, y algunos de ellos todavía lo hacen, que mi infancia y el resto de mi vida esté llena de amor y recuerdos inolvidables.
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Gracias por dejarme besarte con letras.
2 comentarios
Muy enternecedor. Nos has hecho vibrar de emoción a mi nieta Alaia y a mí, que por cierto también me llamo Rosario, como tu abuela. Un saludo de Txaro.
Hola, Rosario 🙂 Muchas gracias por leerlo y compartir conmigo cómo te ha hecho sentir.