Antes de que los primeros rayos de sol iluminaran el dormitorio, Pièrre ya había preparado el desayuno de forma minuciosa. Era un hombre detallista pero esta vez quería que ese día fuera aún más espectacular.
Dejó un ramo de rosas blancas en el centro de la mesa, el mismo que llevaba trayendo a Carla semana tras semana durante los últimos veinte años. Cerró los ojos intentando contener las lágrimas al rozar una de las rosas.
No podía parar de repasar cada uno de los momentos de su vida en busca de la certeza de que no se había equivocado, que había merecido la pena. El nudo de la garganta le apretaba aún más, la suerte estaba echada.
Puso el cd favorito de su mujer y se dirigió hacia la ventana saboreando el amanecer una vez más. Estaba tan absorto que ni siquiera escuchó llegar a Carla.
Ella lo sacó de su mundo lleno de dolor con un abrazo que le dio fuerzas. Aspiró su perfume, se volvió a enamorar de esos ojos negros y se dejó hipnotizar por esa sonrisa que le hacía tan inmensamente feliz. Aún después de veinte años, seguía sin entender cómo se podía amar tanto.
Cogió a Carla de la mano como si fuese la primera vez que la tocaba y la llevó hasta la otra punta del salón.
Su corazón se encogió al tirar de la tela blanca y descubrir un majestuoso cuadro con la mismas rosas blancas. Carla, que hasta entonces no había dicho nada, empezó a llorar.
— No quiero que te falten ningún sábado tus rosas blancas, ni siquiera cuando yo no esté.
Ella lo vivió como el gesto más romántico que le había brindado Pièrre, él como el adiós que no quería decir. Pero la carta de su médico, que pesaba como la peor de las condenas, ya se encargaba de recordarle que su luz ya no era fuego.
Gracias por dejarme besarte con letras.

Lunes después de una semana muy larga. Vuelta a la rutina, al despertador. ¿Y si la empezamos con un chute de libros y alegría? Me parece que es mucho mejor que estar pegada a la máquina del café o maldiciendo por no tener cinco minutitos más entre las sábanas de coralina.
Algunos dicen que la Semana Santa es para comer torrijas y recorrer procesiones como si no hubiera un mañana. A mí me ha parecido más apetecible dor ...
Las sábanas siguen oliendo a ti, me recuerdan que no fuiste un espejismo. Sabina necesitó 500 noches para olvidar y yo creo que son insuficientes para desprenderme del sabor de tus caricias.
Cada vez que escucho el sonido de unas llaves el estómago se me encoge pensando que volverás a abrir esa puerta que te vio marchar. La cerraste diciendo para siempre pero para siempre también me prometiste ...